Me comentaba mi hijo hace unos días que en uno de esos
grandes almacenes o hipermercados franceses, no recuerdo bien si Alcampo o
Carrefour, contratan a sus propios clientes para que sin ningún tipo de
recompensa ejerzan de cajeras (o cajeros) y así poder ahorrarse aún más sueldos
de los que ya se están ahorrando. Voy a explicarme un poco mejor: no es que
estos hipermercados te contraten en el sentido literal de la palabra, el hecho
es como sigue: tú vas a comprar a uno de estos horribles y desmotivadores
supermercados, entras tan contento, gastar, gastar, gastar..., te has provisto
de un carro, del más grande que hayas podido encontrar, vas recorriendo y
picando en todos los pasillos que hayan dispuesto para tu entretenimiento (¿o
acaso no hay mejor divertimento que gastar cuatro o cinco horas - ¡vale, vale,
sólo dos horas! - de tu “larga” vida un sábado o un domingo por la tarde en uno
de estos agradables lugares?) hasta que, como en una atracción de feria, se
acaba el recorrido y llegas a la línea de cajas, aquí, ya se sabe, se acaba
todo el glamour, la distracción, el disfrute y se llega a las puertas de la
vida real: ¡hay que pagar!
Por si aún no os habéis dado cuenta, amigas y amigos,
esta crónica de mediocres va dirigida a nosotros mismos, por tontos.
Continúo, hay que pagar. Pues resulta que estos
grandes exprimidores de nuestras carteras se han inventado algo así como: la
“autocaja” (no sé si lo llamarán así pero para lo que quiero decir puede
valer). La “autocaja” es el sitio donde el cliente puede realizarse como cajero
o cajera de supermercado. En las “autocajas” nos dan la oportunidad de pasar
por los lectores de códigos de barras, todos esos artículos que hemos sido
capaces de meter en los carros durante el agradable paseo por el entorno
consumista que con tanto esmero nos han preparado.
¡Efectivamente!, ¡así es!, ¡nos han contratado!, sin
saberlo, sin esperarlo, sin darnos cuenta, aceptándolo de esa forma tan
natural, de la que sólo los consumistas somos capaces. Por unos minutos pasamos
a mutar desde nuestro propio yo a empleadas o empleados de supermercado. Con
paciencia y dedicación nos afanamos en la responsable tarea de hacer nuestra propia cuenta y
prepararnos para pagar todo lo que hemos sido capaces de recolectar durante
nuestro placentero deambular por esos maravillosos corredores en los que se
respira aire puro, tranquilidad y en los que se nos premia con unos aromas la mar
de agradables y plácidos.
Bueno, hemos vaciado el carro, hemos sido rigurosos
pasando todos sus artículos por delante del lector de códigos de barras y ahora
nos piden la pasta, el dinero de plástico que será transformado en real y será
mermado de las cuentas corrientes que mantenemos en los también vampirizadores
bancos. Volvemos a ser obedientes y buenos y allá vamos, a darles de comer con
nuestra tarjeta de crédito o débito. Pero, ¿qué pasa?, ¿por qué no le gusta mi
tarjeta?, ¿qué he hecho mal?, ¿no habré sido lo suficiente diligente?, ¿cómo
puedo ser tan torpe?. Tranquilo, tú no has hecho nada malo, simplemente no se
fían de ti, hasta que algún supervisor o supervisora revise que no has
intentado robarles, no podrás pagar, ¿lo comprendes verdad?, no pueden asumir
que eres honrado. Ahora te toca esperar a que alguien verifique tu honestidad y
luego podrás coger tus cosas y marcharte a tu casa con ellas; tu tarde de
pasión ha finalizado, has trabajado gratis para la multinacional de turno, o,
¿quizás has fomentado que echen a otra cajera a la calle para que unos pocos
ganen mucho más?
JC
Publicado el 28 de agosto de 2011
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